Relato erótico de Kid Marlboro

ENTRE EL SOLLOZO Y LA RISA DEMENTE
«Sorpréndeme, a ver qué haces con los ojos vendados y las manos atadas», dice la muchacha. La muchacha está, en el mal sentido de la palabra, buena. Mamacita, como dicen por aquí, aunque demasiado alta y delgada. Parece una auténtica vampiresa, la quintaesencia de la femme fatale. Tiene una espesa melena negra que desciende hasta los hombros, ojos grises y la piel lechosa.

Tú la viste desde que estaba chiquita en la esquina. Se fue creciendo hacia ti, caminando suelto, sin importarle nada y aferrando con su mano derecha doce metros de mecate. Calzada con tacones transparentes, expulsaba el humo de un cigarrillo dibujando varios aros mientras su ajustado vestido rojo seguía dejándole al descubierto la rayita donde empiezan las tetas y un poco más arriba de las rodillas; medio mundo giraba la cabeza para seguir sus pasos, y ella aparentaba no enterarse. Entonces se te ocurrió apartarte de la ventana de tu oficina e ir a hablarle. «¿Pa’dónde va, mi amor?», le preguntaste cuando pasó por tu lado. «Por ahí», dijo ella. «Venga. La invito a mi casa.» Ella se te paró de frente y te miró fijo a los ojos. «¿Tienes esposa, hijos?» «Sí, pero ahorita no están, mi amor. Ándele, vamos.» «Está bien. Llévame.» Ni tardo ni perezoso, la condujiste de la breve cintura hasta el dormitorio de tu casa. «Quítate toda la ropa excepto la corbata», dice ella con un tono severo que se superpone a su lujuriosa voz. La miras sorprendido. «¿O es que prefieres que me vaya?» El juego te gusta. Es diferente. Obedeces. «Buen chico.» «¿Y ahora qué?» «Acuéstate en la cama, bocarriba.» Obedeces. «Buen chico.» «¿Y ahora qué?» Ella te pone un dedo en los labios, toma tu corbata y afloja el nudo. Con cuidado, la sube hasta la altura de tus ojos y vuelve a ajustarla. Ahora estás vendado con tu propia corbata. La oscuridad te circunda. «No te muevas», dice ella. Empieza a atarte las muñecas y los tobillos a los postes de la cama con el mecate. Se arrodilla sobre la cama, a un costado de ti, y te chupa los testículos, primero uno, luego el otro, mientras abraza con la palma de una mano al exaltado glande y la mueve así, lentamente, sin prisas, como si fuera un tapón de champán que se niega a salir, movimiento de rosca, de derecha a izquierda, de izquierda a de derecha, uno, dos, uno, dos. Cuando consigue el milagro de duplicar tu erección, de instalarte entre el sollozo y la risa demente, aleja la palma y la boca, y se levanta de la cama. Puedes sentir cómo te asoma una serie de pequeñísimas gotas de líquido pre-eyaculatorio. «No irás a dejarme así, ¿verdad?» Ni siquiera has tenido tiempo para contestar a tu propia pregunta cuando oyes que ella empieza a esculcar los cajones de la cómoda. Oyes que extrae el cofrecito que contiene las joyas de tu esposa. Oyes que cuenta el fajo de billetes que has estado ahorrando desde hace cinco años para la universidad de tus hijos. Oyes que sale del dormitorio entre excitantes susurros de su ajustado vestido rojo. Oyes que la puerta se cierra y que el sonido de sus tacones, altos y afilados, retumba cada vez más lejos.

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