Alfalfa
Una calurosa mañana de verano, me dirigía andando a comer a casa del conde con mi impoluto vestido blanco, cuando me encontré a un segador cortando alfalfa a la orilla del camino. Me quedé mirándolo, hipnotizada por sus rítmicos movimientos con la guadaña.
– Inténtelo usted – me invitó educadamente.
Me cogió de la mano, y con delicadeza, me llevó al bancal. Colocándose a mis espaldas me dio la guadaña.
– Cójala con esta mano. Con la otra sujete fuerte aquí.
Sentí sus fuertes manos sucias sobre las mías. Notaba su cuerpo sudado pegado al mío; percibía su boca pegada a mi oído, rozándome el cuello con su cara surcada de gotas de sudor y polvo.
Mis piernas temblaban al asir la larga y afilada guadaña. Sintiendo su cuerpo sobre el mío, abrazándolo sin abrazarme. Sus brazos rozando mis senos. Sus piernas dirigiendo mis muslos.
– Abra las piernas. Más. Así. Levante la guadaña. Con fuerza.
Me estaba gustando. Me estaba excitando el estar siendo poseída por el cuerpo y los brazos sucios y sudorosos de un desconocido, y por estar manejando esa peligrosa herramienta.
La hoja pasó justo a ras del tallo de la alfalfa. Y me emocioné. Un pequeño movimiento involuntario me hizo adelantar un pie. Y en el arco descendente, la esquina de la imponente hoja me rozó el pie, que empezó a sangrar enseguida.
– No la debería haber invitado. Era demasiado peligroso.
Me sentó sobre la alfombra de alfalfa todavía no cortada.
– Debo ver bien la herida. Voy a quitarle la media.
Sin darme tiempo a reaccionar, metió sus sucias manos por debajo de mi vestido, y me bajó la media lentamente hasta quitármela.
– Debemos poner algo en el pie. ¿Tiene alguna prenda?
– ¿Mis bragas podrían valer? – dije sin pensar. Si lo hubiese hecho, nunca me hubiese atrevido.
– Buena idea.
etió de nuevo sus robustas manos debajo de mi vestido, y agarrándolas, me las bajó completamente. Las anudó alrededor de mi pie, que dejó de sangrar inmediatamente.
– Túmbese ahora.- Y obedecí sin saber por qué.
Sus manos sucias de tierra y sangre se adentraron por tercera vez bajo mi vestido. Sus mugrientos dedos me hicieron exclamar un grito de placer al introducirse en mi rezumante sexo. Mi cabeza se restregaba por la alfalfa, que desprendía un olor penetrante. Quería besarlo. Pero sus labios resecos ya habían encontrado mis senos. Mis pezones eran la pura expresión de mi excitación. Su saliva inmediatamente combatió la sequedad, y sentía su lengua ya húmeda paseándose por mis pechos. Al cogerme fuertemente las nalgas advertí su sexo impaciente. Con rapidez inexplicable le retiré los pantalones, y liberé su sexo para que encontrara el ansiado lugar. Sentía su olor, el sabor del polvo y tierra, mi sudor, el suyo, el aroma salvaje de la hierba, el fulgurante sol, el olor de mi propia sangre, el calor por todo mi cuerpo. Y sus manos manoseando mi culo, apretándolo hacia él. Su boca mordía mi sudoroso cuello, mis pechos llenos de polvo y saliva, mi propia boca llena de deseo.
Era sexo impuro; una mezcla caótica de sabores; una combinación de fuertes y penetrantes olores. Era una piel impregnada de suciedad, y misteriosamente suave, la que me acariciaba el cuerpo, me cogía el culo, rozaba mis senos y penetraba mi sexo, y que me hacía sentir lo que jamás antes había experimentado.
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Llevaba el vestido impregnado de tierra, semen, hierba, sangre y sudor. Al entrar a la casa me encontré de bruces con la condesa. Sin darle la oportunidad a ser interrogada, le dije:
– Buenos días condesa. He tenido un pequeño percance. Necesito ir a asearme. Si llega mi marido, dígale que bajaré enseguida.
Al subir a las habitaciones, me encontré con el segador. Enseguida caí en la cuenta de que era el sobrino de la condesa, del que siempre me había hablado, pero que no conocía. Se había dado más prisa que yo en volver a la casa. Al mirarnos, ambos comprendimos quién era el otro.
– Voy a darme un baño – le dije a modo de saludo.
– Me siento responsable. Déjeme que la bañe con mucho jabón.
Y le dejé.
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