Ya te tengo
Se han visto tan solo cinco veces, pero esos encuentros han bastado para forjar entre ellos un inusual compromiso. Han hablado de cine y de literatura, y de las cuestiones más mundanas; paseado bajo el cielo de Madrid y bailado hasta el mareo en discotecas de música atronadora; reído a carcajadas con tontas anécdotas televisivas y compartido confidencias sobre experiencias amargas. Como un imán y una limadura de hierro, se atrajeron instantáneamente en la sala abarrotada en que se conocieron, y ese magnetismo es cada vez más poderoso.
Sin embargo, aún no se han tocado. Ella apenas ha sentido el leve roce de su mano en el hombro desnudo, cediéndole el paso en cada puerta, y él la calidez de unos besos impresos deliberadamente junto a la comisura de los labios como despedida bajo el farol que alumbra su portal. Son novios a la antigua entre los que se palpa una intensísima corriente de deseo, disparada directamente desde sus ojos pero silenciada en la boca y paralizada en el gesto. Y tras el adiós, la contención da paso al frenesí de la mano solitaria bajo las sábanas, distantes en el espacio y coordinados en el tiempo, llamándose a gritos ahogados a través de la noche.
A ella le sorprende que el hombre comedido la reciba con un abrazo que corta la respiración. El hambre de su carne es tan fuerte que no la deja dormir, y la firmeza de sus brazos sosteniéndola contra sí y una frase imperativa al oído, hoy te quedas conmigo, le hacen sentir una excitación que, cual rayo palpitante, la recorre desde su centro hasta las puntas de los dedos.
Pasan un par de horas deleitándose en la espera, prestando escasa atención al gintonic, con todos los sentidos hiperdesarrollados: inspiran su aroma casi animal, perciben en sus voces las notas más profundas, sienten la electricidad emanando de la piel y se devoran con miradas llenas de descaro. En un último e irrefrenable impulso saborean sus lenguas, descontroladas como peces fuera del agua, apoyados en la barra del bar.
Ella suplica: Llévame. El entorno se desvanece y no es capaz de recordar cómo han llegado a su apartamento. Traspasan el umbral y en la cara de él asoma una expresión de triunfo. La agarra con fuerza de ambas muñecas; el peso de su cuerpo la aprisiona contra la pared, no puede moverse, solo rendirse al placer de los dientes en el cuello, las manos bajo la falda, la dureza del sexo anhelante, el aliento en el oído, un susurro: Ya te tengo.
La necesidad de tocar y contemplar su desnudez la abrasa, pero esta noche manda él. Le quita el vestido, el sujetador se abre, las bragas resbalan por sus piernas, aún veladas por las medias, hasta enredarse en los tacones. Capaz de dominar su urgencia, detiene los ojos, los dedos, la apetecible boca, en todos los rincones de un cuerpo ya entregado: el hueco de la clavícula, los pezones rosados como frambuesas, la cara interna de los muslos. Y cuando la lengua alcanza el pubis, roza el clítoris y se adentra en los labios, ella exhala un gemido, se rebela, lo despoja de la ropa y al fin disfruta de su belleza. Cae de rodillas ante él y atrapa su pene entre los labios, lo lame, succiona el glande sin dejar de mirarlo fijamente a los ojos, oscuros y brillantes como el petróleo.
El deseo es tan vivo que duele. El ansia por fundirse apremia y, con determinación, él la levanta, la pone de espaldas con un movimiento certero y entra en ella lentamente. Sienten el ardor, la humedad y cada centímetro de piel. Pierden el control: él le tira del pelo, atrayéndola hacia sí; ella se muerde el puño para no gritar. Ejecutan una danza de salvajes hasta que un intenso placer los invade. Ella intenta retener esa oleada de calor, pero le sobreviene la pequeña muerte. Enloquecido por su agitación, el tacto de los pechos bajo sus manos, la visión de la espalda arqueada y el culo moviéndose rítmicamente, él también estalla en un vibrante orgasmo.
Ya en la cama, agotados, bendicen la derrota de la contención antes de quedarse dormidos.
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