Relato erótico de Erectus

El tufillo que rescató mi alcoba

 

Nuestras sábanas ya se incomodaban de arroparnos, las manteníamos inmaculadas, ni una gotita de lubricación habían recibido desde hace casi un año, ¿un año? Una cama frígida como que te devora el tiempo.
Encontrar el suficiente estímulo en la observación, el volver a las simples cosas, fue una revelación, esa noche nuestros cuerpos espumosos se elevaron en una burbuja con un final viscoso en la boca.
Decidimos visitar un lugar apartado del Caribe, donde los cacaos al caer son el único ruido de la noche y se armonizan con el rumor de las olas, se llamaba Chuao, no más de cincuenta casas logré contar durante el camino desde el muelle hasta el pueblo. Paso lento, miradas a cualquier lado, menos a nosotros y comentarios sosos como nuestra relación.
Si dejaste caer los sudores de tu frente en pecho o espalda, mientras penetrabas otro cuerpo, no lo sé, ni me importa, pero no creo que sucediera, conozco tus manías y tu afición por los hombres que específicamente lleven un lunar en el lóbulo de la oreja y otro en las puertas del ano, esos gustos nos dieron mucha tarea para lograr el único trío que hemos hecho.
Cansados de tanto trajinar en el día, nos cambiamos, bañamos por separado en la ducha y un beso de costumbre, que antes de avivar la libido lo marchitaba en cada contacto labial. Salimos, la quietud de la noche sólo permitía la contemplación, sentarse en una silla plástica y tomar cerveza.
Se acercaba la medianoche y cuatro lanchas de vivos colores arribaron al muelle, su carga era rica, y no me refiero al abundante pescado que aún se agitaba en el interior de ellas, sino a hombres con pieles tostadas, cuerpos sin un ápice lípido y sonrisas de perlas. Jóvenes y no tanto, tensaban músculos de piernas y brazos entre cada ir y venir desde su valiosa captura hasta el lugar donde se encontraban las neveras.
Terminaron sudorosos, con el ahora encantador aroma del pescado, una que otra escama negada a retirarse de esas esbeltas figuras. Seguidamente iniciaron un baño grupal en el rio que desembocaba al mar, rodeados por una capa blanca flotante resultado de lavar sus pieles con jabón azul, el cual compartieron todos, se asearon usando solamente su ropa interior, aunque inquietos miembros viriles se asomaron, glandes que lograron escapar del yugo de la liga.
Allí estábamos, ellos también, pero ninguno se atrevió a dejar escapar palabra, sólo frente a su indiferencia, un milagro, nos vimos. Impecables se marcharon, nosotros pedimos la cuenta y aún hoy, luego de cenar pescado, recibo tus huracanes de deseo, tu dedo que en el baño se resbala entre mis glúteos y el sabor único de tu semen que me hacen decir entre guturales sonidos —que rico, gracias— .

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