Relato erótico de Eunate Mendia

Una flor carnívora

Ella llegó pedaleando. Parecía muy joven con el pelo recogido en una cola de caballo y la falda corta y azul. Dejó la bici frente a mí y estuvo vagando hasta encontrar el nido de hierba donde tendió su toalla.

Aproveché que me daba la espalda para mejorar mi posición, acercándome unos metros y crucé los dedos deseando que se quitara la falda y me dejase ver sus braguitas y los muslos, de los que ya tenía abundante ración al aire.

Ella pareció adivinarme. Soltó, sin volverse, la presilla que sujetaba la diminuta cinturilla de su falda y ésta resbaló caderas abajo hasta aterrizar a los pies de la muchacha que de una patada se libró de ella. Sus bragas eran también azules. Prietas y pequeñas, dejaban al aire la mitad de un culo respingón que tendía a asomarse por cualquier lado al menor movimiento de su dueña.

¡No podía creerlo! La muchacha se giraba hacia mí, mientras se deshacía de su camiseta, dejando al descubierto unos pechos pequeños que desafiaban la ley de la gravedad apuntando al cielo. ¡La niña no tenía precio!

Se estiraba perezosa, caminando entre las altas hierbas y recogía flores, agachándose, y mostrando al hacerlo la hendidura rotunda y sudada que sus braguitas ocultaban a duras penas.

Reunió un buen ramillete, volvió a su toalla deshojando en ella todas las flores y se sacó las bragas con un gesto tan delicado y coqueto que no entendí lo que estaba viendo hasta tener frente a mí, un pubis moreno y rizado que se tendía sobre las flores deshojadas.

La muchacha abrió las piernas y cerró los ojos suspirando. Un rayo de sol, escapado de entre las nubes, le acariciaba el vientre y las rodillas y yo podía ver como se abría y se llenaba de agua, aquel sexo oscuro y gránate como boca de negra.

Nunca vi un coño tan salvaje en un cuerpo tan pequeño. Cuando la chica se abrió de piernas desapareció oculta tras la orquídea más grande y terrorífica que jamás me atreviera a soñar. Ella tenía un coño como una flor carnívora. Un coño grande como un mundo y poderoso como una iglesia.

Afortunadamente para mí, la muchacha cerró las piernas para girarse y poder frotar sus centros contra la felpa de la toalla, y yo pude recobrar el aliento y ser consciente del fuego que me hacía sentir la herida de aquella mujercita sorprendente que se retorcía como una culebra.

El contacto con la toalla debió de resultarle escaso porque en seguida alzó su grupa al cielo, y volvió a separar sus muslos que temblaban negándose a sujetarla. Su coño volvió a invadirlo todo. Ahora con unos dedos que frenéticos, entraban y salían de él húmedos de rocío.

La muchacha era un espectáculo bellísimo. Se masturbaba con una mano, y con la otra, se golpeaba las nalgas con fuerza, sin dejar de murmurar “Dame el sol, dame el sol”

Y el sol volvió a perdérsele dentro. El mundo entero pareció congregársele en el coño a aquella mujer dejándome a mí al borde de todo. Convertido en un hombre coño. Vuelto entero hacía aquella carne que se abría y se cerraba como un volcán hecho de flores.

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