La Navaja
Su pareja la miraba fijamente mientras pasaba una y otra vez la navaja de barbero por el suavizador de piel, disfrutando de la expectación que despertaba. No se sentía intimidada por permanecer desnuda o atada en su presencia, lo que la perturbaba era el espejo que la reflejaba. No podía apartar la mirada del suave y negro visón que se abría mostrando las rosadas líneas y rojizas sombras de su sexo ya húmedo, a pesar de que ni siquiera la había tocado.
Cintas de raso atadas a sus tobillos y muñecas, subían cruzándose por sus extremidades, sujetándola eficazmente a las patas y brazos de la butaca donde reposaba apoyada en varios almohadones. No se reconoció al mirarse a la cara. Párpados entornados, pupilas dilatadas, los labios hinchados, congelados en un gemido no pronunciado.
Cintas de raso atadas a sus tobillos y muñecas, subían cruzándose por sus extremidades, sujetándola eficazmente a las patas y brazos de la butaca donde reposaba apoyada en varios almohadones. No se reconoció al mirarse a la cara. Párpados entornados, pupilas dilatadas, los labios hinchados, congelados en un gemido no pronunciado.
Su amante se acercó, se acuclilló delante de ella capturando su mirada con sus familiares pozos oscuros, deslizando una mano desde su rodilla por el interior del muslo hasta su pubis, mientras con la otra giraba la navaja rápida y hábilmente.
-¿Confías en mi?
La pregunta la pilló desprevenida, perdida en la sensualidad del momento, tardó unos segundos en entender lo que le preguntaba. Habían practicado juegos duros y sucios anteriormente, pero nunca habían implicado una navaja.
-Si, hasta ahora no me has dado motivos para temerte.
Sonrío perversamente, como si estuviera guardándose un truco y desconectó la mirada. Vertió el aceite en un hilillo sobre su sexo, mientras con la otra mano iba distribuyéndolo por toda la superficie. Había dejado la navaja abierta sobre una toalla en el suelo. Allí parecía más peligrosa que en sus manos, la afilada hoja brillaba con la última luz de la tarde que le daba un aspecto voluptuoso a la simple habitación de hotel.
La navaja tocó su piel, en un perfecto ángulo, arrastrándose perezosamente iba rasurando el suave y brillante vello púbico. Con deliberada lentitud y siguiendo imaginarias líneas su negro monte de Venus se estaba despoblando, convirtiéndose en una blanca colina. El deseo se le iba acumulando en el vientre, el calor pulsaba directamente desde el botón escondido entre sus labios cada vez más cerca de la temible cuchilla. Su sexo estaba siendo abierto, sujetado y estirado para seguir pasando la afilada hoja, eliminando pelo a pelo. Ella sentía como la turbación y el deseo, unido a la restricción obligatoria de movimiento, se mezclaban. Ahora si empezaba a sentirse indefensa, sabía que podía confiar en su pareja pero era tan morboso dudar, sentirse insegura, dejar que el temor incremente la excitación, que el miedo y la pasión se alimenten mutuamente. Volvió a mirarse en el espejo, ya no quedaba ningún ofensivo vello, su pubis estaba siendo limpiado de cualquier resto por una cuidadosa mano que sujetaba una suave toalla. Su vulva se separaba mostrando los labios menores entreabiertos y sobre ellos el hinchado clítoris donde la excitación iba acumulando sangre. Debía reconocer que era una vista hermosa y su ardor subió otro punto. Cerró los ojos disfrutando del gozo acumulado ahora que el miedo había vuelto al estuche de la navaja.
Pero no había sido así, la fuerte mano de su pareja la aferró del cuello obligándola a mirarle mientras un objeto frío se introducía lentamente en su sexo. El miedo volvió golpeándola como un bloque de cemento a la vez que el frenesí morboso de no saber exactamente qué era lo que estaba en su vagina, lo derretía convirtiéndolo sólo en más placer, llevándola cerca del límite. La navaja era empujada en su interior llegando hasta el fondo con golpes cada vez más rápidos y duros, mientras un caprichoso pulgar le maltrataba el clítoris. Ella sabía que no podía ser la navaja, que su amante no se arriesgaría a lastimarla, pero era tan deliciosamente enfermizo dejarse abrazar por el miedo. Todo ello unido a la imposibilidad de movimiento, al puño apretando en su garganta y a las estimulantes palabras susurradas en su oído aderezadas con húmedos mordiscos; rompieron la cápsula que sujetaba su excitación llevándola al máximo placer, salvándola de sí misma.
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