Relato erótico de Semiramis

LA FEA Y EL CIEGO

-¿Quiénes son los pesados que nos tocan este año de vecinos, mamá?

-No seas así, María. Me han dicho que un matrimonio con su hijo. Todos ellos ciegos.

-Supongo que no molestarán como los psicópatas del año pasado. Aunque son ciegos, no mudos. Lástima.

-¿Cómo será hacérselo con un ciego? ¿Lo has experimentado?

-¡Qué cosas tienes, hija! Tu padre, que en gloria esté, no me lo hubiese permitido. Al diablo se le ocurre…

-No se distraerán como otros, supongo, puedan hacer. Ellos a lo suyo,-rió María.

-Mira que eres… No respetas ni las desgracias ajenas.

La joven entra al baño por la noche y al ir a cerrar la ventana observa que el hijo se está limpiando los dientes, al otro lado del patio. Está de espaldas a la ventana mostrando su torso desnudo y poderoso, que le impresiona.

-Mejor que no vean, así no tengo que encerrarme. Con el calor que hace…

Se quita la blusa dejando su bien formado pecho al aire. El hijo está ahora tumbándose en su habitación, con la luz mortecina de la mesilla, en traje de baño.

Se sabe fea, paticorta, con un tic imposible de detener, incluso dormida según le han dicho y una boca que exhala un hedor que no consigue evitar por más que lo ha intentado con infinidad de colutorios. Lo único aceptable que tiene son sus pechos. Lo sabe porque algún joven se había esforzado en sobárselos soportando su halitosis. Por supuesto nunca se ha desnudado ante ningún hombre y menos tan apuesto. El que sea ciego es una circunstancia que obvia. Es un joven hermoso y eso le vale. Se acaricia los pechos como nunca antes había hecho y siente en su interior unas vibraciones que le agradan.

Cada noche se repite la misma escena, por la que suspiraba el resto del día. Le ponía como nunca. Ella tan fea y ridiculizada, hasta por su madre.

-No sé en que estaría pensando cuando engendré semejante adefesio, -le había dicho algunas veces, inmisericorde.

-Te estarías mirando al espejo mientras… -le contestó una vez.

Fue tal la somanta de palos “por desvergonzada y falta de respeto a tu madre” con la que le interrumpió, que no osó volverlo a decir.

Una noche, al final del verano, se encontraba “superexcitada”. Sentía sus pechos más duros que en días anteriores. Le dolían como nunca.

Decidió quedarse totalmente desnuda. Cerró bien la puerta. Se quitó y lanzó sus bragas al ritmo de una música que tarareó, de streptease, como había visto en algunas películas.

-¡Yo despelotada ante un hombre! Si lo cuento nadie me creería. Ni yo misma todavía. Él y yo a solas. ¡Quien me lo iba a decir!

Se acaricia su sexo, que comprueba está húmedo.

No necesita mirar fuera. Sabe que está allí y eso le basta y sobra.

Es tal la sensación que no puede ni quiere dejar pasar sin masturbarse, cada vez con mayor fruición, lo que le provoca unas vibraciones por momentos más intensas. Su pecho se mueve descontrolado, empujado por el corazón que tiene en él, loco e imposible de sosegar.

Ha leído que haciendo algo así llegará a experimentar su primer y ¿último orgasmo?

Su madre le había asegurado que ningún hombre le produciría uno. No lo disfrutaría jamás. ¡Con esas pintas que tienes…!

Y ahora, sabiendo que enfrente tiene a un chico macizo, medio desnudo, le incita a ello. Por fin, el verano había cobrado el profundo carácter sensual, que había soñado durante años y que, conforme pasaban, se llevaban con ellos su ilusión por conseguirlo y ya desesperaba de vivirlo.

Su corazón se puso a galopar, su ritmo pasó de rápido a frenético, como el de sus manos y dedos. Sus ojos veían estrellas luminosas donde antes no las había. Sabía que el ansiado y desconocido clímax, se acercaba desbocado…

Miró enfrente. Su espectador parecía agitado…

Fue lo último que vio. Cayó golpeándose contra las paredes de la bañera, donde quedó su cuerpo desnudo, desmadejado.

-Un infarto, -certificó el médico, tapando a la joven.

María nunca supo que su admirador fue quién dio la alarma, cuando acabó él de masturbarse a la vez que ella.

Su ceguera era sólo parcial.

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