Relato erótico de Artedil

NOCHE PALPITANTE
Cayó la noche y una espesa niebla empezó a cubrir el cementerio. El ayudante del sepulturero estaba terminando de cavar una nueva fosa. En uno de los instantes que levantó la cabeza vislumbró una tenue luz que oscilaba unos cuantos metros más allá. Aguardó algunos segundos, tratando de oír algún sonido que le ayudará a discernir. Nada, ni el menor soplo de aire.

Su curiosidad venció al temor y poco a poco se acercó, haciendo el menor ruido posible. La intensidad de la luz creció y pudo discernir que provenía de detrás de una gran lápida. De repente una figura se levantó quedando a la vista del joven. Se trataba de una mujer. O más bien, lo que quedaba de ella. Un caro y elegante vestido, gastado y raido por el paso del tiempo, envolvía su piel, una pálida piel que no cubría completamente su cuerpo, dejando a la vista, en algunos lugares, los frágiles huesos que la sostenían. Su rubio pelo era quebradizo, poco más que paja seca. Y sus ojos. ¡Qué ojos! Sus ojos no eran ojos, eran dos pozos de profunda oscuridad, de absoluta negrura, magnéticos, absorbentes. Hipnotizado ante tal presencia, no hubo ninguna reacción mientras ella se acercaba lentamente apartando la niebla. Su corazón latía desbocado. Su mente estaba saturada por esa mirada. La aparición se transformó en una bella mujer, de larga melena, de cuerpo liviano, de movimientos harmoniosos. Pero sus ojos eran totalmente inhumanos, llenos de conocimiento, poder, atracción. Era capaz de darlo todo por una única noche, una dulce noche.

La fuerza que desprendía ese lugar la hacía regresar cada cierto tiempo. Acarició las gastadas letras de la lápida y se levantó para marcharse. Entonces una mirada ajena la sorprendió. Un hombre bastante joven, o eso creía, pues ya no estaba segura de cómo afectaba el paso de los años, la contemplaba asombrado, estupefacto, a través de unos claros ojos. Su rostro era carnoso y su cuerpo algo más bajo que el de ella. Pero había algo más… ¡un poderoso músculo pulsante! ¡Y a qué ritmo! Turbada por haber percibido ese palpitar descarriado, no tuvo más opción que acercarse hacia él. No había huido, al contrario, ahora se encontraba tan cerca que incluso su cálido aliento golpeaba la corrupta cara. Tenerlo tan próximo era irresistible. Leyó sus pensamientos a través de su mirada. Una mirada que se había producido a lo largo de la historia incontables veces. ¡No se lo podía creer! El objeto de su anhelo iba a ser suyo, se lo iba a dar por una simple noche, una triste noche.
Su vieja y gastada memoria aún le permitía recordar todo el proceso perfectamente. Lentamente avanzó hasta tenerlo al alcance de la mano. Las facciones del muchacho se estremecieron, su visión estaba impregnada de ilusión. Deseaba tanto poder sentir de nuevo, aunque fuera por un instante, que apenas podía contener aquella actitud que había sido desterrada de su esencia: la impaciencia. De nuevo el poderoso retumbar de aquel músculo inundó su ser. Gracias a él, experiencias olvidadas volvieron a surgir. Cuando dio por concluido el cometido nada había fallado. Se irguió en medio del cementerio, desafiando la oscuridad reinante, queriendo imponerse a las tinieblas que la envolvían ¡cómo si fuera posible! ¿Acaso no formaba parte de ellas? Lanzó una seca carcajada al aire, un sonido espantoso que nadie más hubiera podido interpretar.
Al asomar el sol por el horizonte, la pequeña comunidad fue congregándose frente al cementerio. Un súbito grito de asombro silenció los sollozos y las palabras de consuelo que se proporcionaban. Todas las miradas se posaron en el sepulturero mientras éste no podía apartar la suya del descubrimiento que acababa de realizar: la fosa se encontraba ocupada por el cuerpo de su joven ayudante. Su rostro parecía haber encontrado un éxtasis supremo pero su cuerpo distaba mucho de aquello. Cada uno de ellos tembló al ver como había sido consumido. La piel tirante sobre los huesos, las articulaciones extrañamente dobladas y una horrible herida en el lado izquierdo de su pecho, cinco laceraciones irregulares que perforaban piel, carne y hueso, dejando un profundo vacío donde antes había palpitado un corazón.

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